Una reacción espiritualista
“La reacción espiritualista que ha sucedido a la corriente del naturalismo positivista”... Con tales palabras definía Joan Maragall lo que llamaríamos el “máximo común denominador” del Modernismo catalán. Máximo y a la vez muy leve. Porque los escritores y las tendencias literarias que coinciden y se agitan en la barcelona del “fin de siglo” apenas tienen otro rasgo genérico. En aquel mundillo heterogéneo y contradictorio sólo descuella, como evidencia más o menos compartida por la mayoría, el despego e incluso la repugnancia frente al “naturalismo positivista” y, desde luego, frente a los supuestos filosóficos en que éste se inspira. Para Maragall, eso equivalía a una “reacción espiritualista”, y así lo creen también los críticos como Joan Sardà y Josep Soler i Miquel. El término “espiritualista” quizá no sea el adecuado al caso, pero puede aceptarse como sinónimo de “antimaterialista” y, en el fondo, de “antirracionalista”. En realidad, esta “reacción” se produce simultáneamente en toda Europa. Maragall había nacido en 1860, y vale la pena de advertir que en torno a tal fecha sitúa asimismo el nacimiento de no pocas figuras inflyentes del pensamiento y de las letras que responden a un parecido signo intelectual: Freud (1856), Simmel (1858), Husserl (1859), Bergson (1859), Blondel (1861), Maeterlinck (1862), Rickert (1863), Unamuno (1864), D’Annunzio (1864), Kipling (1865) y Yeats (1865). Pensemos, por un momento, en lo que estos nombres sugieren en su sentido más genuino: la primícia o la revaloración del instinto, de la fe, de la intuición, de la vida, del misterio, de la energía. En conjunto, se trata de una generación “irracionalista” y que deberíamos juzgar en función de aquella Zerstörung der Vernunft de que hablaba Lukács. En la literatura, por lo menos, se reniega –por decirlo con Soler i Miquel—“de la vulgaridad naturalista” y de la “verbosidad convencional y hueca, formada y fría”, para postular “la invención imaginaria viviente, la palabra que enuncia sincera”.